Mi galleta perfecta...

Como una niña de cinco años que no conoce el auto-control, así le encantaba mordisquear las galletas de chocolate mientras preparábamos los exámenes de ciencias; a quién le importaba el número atómico del oxígeno cuando podríamos haber estado consumiéndolo en otro lugar mejor.
Con delicados bocados desmenuzaba el dulce que sostenía entre tus yemas -para así evitar que cayeran migas- y masticaba lentamente dejando que su aromático sabor se impregnara en el paladar, jugaba con la lengua a moverlo de lado a lado para que finalmente acabara hundiendo en el fondo de su garganta la porción inicial. Tan sutiles eran sus movimientos que a veces perdía la cuenta de las que podría haber comido.
Apenas podía centrar la mirada en los libros, mi sueño de ser ingeniero se frustraba ante la liturgia de sus labios pero nunca me quejaba; disfrutaba tanto viéndola comer que daba por bien empleado el tiempo perdido. La mejor parte llegaba cuando por descuido se manchaba de chocolate alguno de sus dedos; muchas veces soñé ser quién se llevara a la boca aquellos restos de pecado pero siempre guardaba ese momento para si misma y es algo de lo que arrepiento.
Un día me sorprendió mirándola -tampoco tuvo que hacer mucho esfuerzo-, tal vez pensó que tenía hambre porque me ofreció una de sus galletas. Me quedé observándola, callado mientras ella entreabría sus ojos y sonreía, sosteniendo parte de su merienda en una mano. A continuación recuerdo que noté un temblor en los pantalones y rápidamente busqué la puerta del baño.

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