La historia más fantástica...

Con la pereza en el cuerpo desperté aquella primavera de martes, dispuesto a la rutina del mundo, sus intenciones y con las ojeras descolgadas todavía en la cara. Uno más a diario en la selva de asfalto, a diferencia que para mí el sueño del día anterior todavía seguía pegado a mis pasos.
Primera parada, intenté comprar café de manos pero tan larga era la espera que mis zapatos, aburridos, salieron huyendo. Una fugacidad carmesí -casi invisible- atravesó el cristal de la puerta tatuándose en mis ojos, la perplejidad se hizo hueco en mis manos y como Superman me disfracé de curioso. La mancha cruzó a la izquierda y el espejismo cobraba vida; a lo lejos un racimo de globos guiados esquivaban los peatones dormidos y bajo ellos, unos zapatos rojos de chica. Aceleré los pasos y las burbujas encarnadas cada vez estaban más cerca, ¿de quién se trataba? Lancé la mirada por encima de las cabezas transeúntes y al capturar un volteo de su cuerpo, su voz infantil se desprendió de entre las ligeras esferas. Luego su flequillo, más abajo sus ojos oscuros y de nuevo percibí travesuras en su sonrisa fabulosa.
Cerca de alcanzarla sonó mi teléfono impaciente en el bolsillo, “ahora mismo no puedo atenderte” y al volver la vista, su imagen se desvaneció entre el tumulto. Quedé plantado en mitad de la calle, me sentía ridículo persiguiendo lo que seguramente fuera producto de la falta de sueño y el cansancio. Regresé a mi camino, al trabajo, y yo también me perdí entre la gente.
Fue una parada obligatoria la que hicimos para el almuerzo, una tertulia de lo más liviana y una compañera de trabajo insistente la que me sugirió un nombre. Google se encargó de hacer el resto. Y tras una breve búsqueda y por sopresa, mis oídos volvieron a sonreir; la voz había vuelto. Esta vez en forma de canción. Ahora sé que no fue un martes cualquiera.

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