En sus zapatos...

María solía jugar con los zapatos de mamá cuando se quedaba sola a cargo de Malena, la abuela materna, que siempre iba a cuidarla cuando mamá tenía que salir. Con tan solo cuatro años María jugaba a ser un mujer adulta que llevaba zapatos “de mayor” -así es como lo solía decir- y pasaba horas inventando historias alrededor de su mesita de té. A mamá no le gustaba que jugara con ellos, al final siempre acababan dónde no debían pero merecía la pena escuchar ese pequeño taconeo que se formaba cuando María hacía uso de ellos. No tenía preferencia por ninguno en especial, todos le gustaban y cada día era una “mujer” diferente; hoy una profesora, ayer una médico, antes de ayer una abogada...
Estaba claro que con sus piernas tan cortitas le era difícil caminar pero siempre encontraba la forma de hacerse a ellos; un día tuvo la brillante idea de envolver unos zapatos de piel marrón a sus pies con cinta adhesiva, lógicamente acabaron bastante dañados. Yo siempre que podía la observaba, analizaba su forma de actuar y me imaginaba como sería cuando sus pies pudieran calzar unos zapatos como los de mamá. A veces pensaba que con el tiempo llegaría a ser una chica presumida, coqueta... que seguramente haría que los chicos se volvieran locos por ella. Apuntaba maneras.
María soñaba continuamente con llevar zapatos de cristal tal y como los llevaba su personaje favorito aunque casi siempre acababa sollozando y diciendo entre lágrimas que si eran tan frágiles seguramente acabaría rompiéndolos -aún recordaba los zapatos de piel marrón y la cinta adhesiva-.
María fue creciendo y a cada año que pasaba, los zapatos de mamá le resultaban más pequeños. Se preguntaba continuamente que si los zapatos iban menguando o si eran sus pies los que se iban haciendo más grandes; siempre lograba sacarme una sonrisa. Por su décimo cumpleaños, María pudo vestir sus primeros zapatos “de mayor” (sus tres centímetros de tacón le parecían enormes). Eran unos zapatos en piel blanca, brillantes y con pequeños cristalitos en colores rosa, violeta y malva; justo los zapatos que una niña de su edad llevaría. María disfrutaba correteando por toda la casa, presumiendo del regalo más maravilloso que le habían hecho nunca y contando a todos los invitados que habían asistido a su fiesta lo mayor e importante que se sentía con ellos. No me equivocaba cuando años atrás pensaba que se convertiría en una niña especial.
Cumplió quince años -ya era toda una mujercita- y decidió que ya era hora de que tuviera unos zapatos tal y como los que mamá gastaba. Sin previo aviso, María escogió uno de los tantos pares que mamá tenía y decidió ponérselos para salir con sus amigas. Sus pies se ajustaban perfectamente al hueco del zapato -tuvo suerte de tener la misma talla- y hechó andar; sus piernas ya no eran aquellas que jugaban a tomar el té y sus pasos no sonaban entrecortados. María andaba sola.
María siguió creciendo. Terminó sus estudios, empezó a trabajar como diseñadora de moda, conoció el amor, vivió su vida... y todo ello siempre en sus zapatos de tacón, que nunca le fallaron y la acompañaban a todas partes. El día de su boda lució los zapatos de novia más bonitos que jamás había visto. Eran de raso blanco, con la punta redondeada y un lacito beige en el empeine. Tal vez no era el diseño más moderno pero para mí resultaban sencillamente exquisitos. Fue la novia más bonita del mundo y su cara así lo mostraba; ella era feliz y yo también.
Mi única pena fue que María tuviera que ensuciarlos cuando quiso ir al cementerio a visitar a la única persona que le faltaba en ese día, aquel al que apenas recordaba y murió en un accidente de moto cuando ella  tenía tan sólo tres años. Ella siempre supo que seguía sus pasos en cada momento de su vida y que siempre veló por ella a pesar de no tenerlo cerca. María detuvo sus zapatos entre lágrimas, se agachó con la dificultad que acarrea llevar un traje de novia y cuidadosamente dejó su ramo sobre mí lápida.

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