Sapos y principes azules...


Te despiertas sobresaltada en mitad de la noche; tal vez has tenido un mal sueño y tu cuerpo ha reaccionado así. Sudorosa e intranquila intentas controlar los incesantes hálitos estrellándose en la oscuridad de la habitación. Tranquila, respira... todo ha sido una pesadilla. Aún notas tus manos temblorosas intentando encender la lamparita pero tus dedos están húmedos y el interruptor se escapa entre ellos; desistes, el corazón palpita sin darte tregua.

Pareces más calmada, intentalo de nuevo; una luz chispeante te ciega rápidamente los ojos que se comprimen con violencia llegando incluso a doler. Poco a poco te acostumbras a la claridad que ahora hay; tus ojos se van abriendo tomando una nueva dimensión. Todo parece en su sitio, nada es diferente. Tomas un vaso de agua y das pequeños sorbos para calmar la sequedad de tu boca; vuelve el silencio. Te apartas los cabellos pegados de la cara y hundes tu rostro entre las manos. Se escucha un sollozo, ¿estas llorando?. Todo lo malo ya ha pasado, no tienes por qué preocuparte; todo ha acabado. Cuéntame que ha ocurrido, dime que ha perturbado tu descanso... ahora lo entiendo.

Apagas la luz, colocas tu cuerpo bajo las sábanas y te acurrucas en su espalda. De nuevo en la oscuridad buscas el consuelo en el hombre que duerme a tu lado. Te aferras a él. Una última lágrima desciende por tus mejillas y se pierde por la comisura de tus labios. Ese sabor salado se mezcla con la amargura que en tu alma habita. Te quedas mirando la tenue luz que se cuela a través de la persiana. No concilias el sueño, en tu circunstancia es normal; difícilmente podrías dormir sabiendo que el hombre de tus sueños no es quién tu cuerpo abraza.

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